martes, 10 de septiembre de 2013

Carta de Carlos Alberto Cabrera. Un periodista de élite cabreado con razón

Siempre me ha gustado llamar las cosas por su nombre. Quizás por eso, y por el hecho de intentar que se me respete como persona y como profesional, me van las cosas como me van. Tal vez por ese motivo, justo ahora que pongo fin a mi última experiencia profesional, me debato entre la liberación y la indignación.


Liberación porque durante los últimos tres meses mal contados he estado ejerciendo mi profesión, el Periodismo, de manera indigna. Dime si no es ‘insultante’, para alguien con 31 años y diez años de experiencia, cobrar 562,28 euros al mes (900 euros brutos, a los que hay que restar un 9% de IRPF y 256,72 euros de la cuota del autónomo). “No está tan mal, para como están las cosas”, han llegado a decirme.

Dicen que me falta implicación, después de dos páginas diarias durante siete días a la semana –salvo excepción de última hora, sin previo aviso, con el consiguiente ejercicio de tirar trabajo y tiempo a la basura-, después de intentar no vivir de la agenda marcada, y de tener el teléfono abierto 24 horas, pese a que te digan lo contrario.

 “Llevo todo el puto día llamándote”, ha llegado a decirme un ‘compañero’ que buscaba que le hiciera el trabajo de campo para enriquecer una información que iba a firmar él. No preguntó ni siquiera el motivo de que no le cogiera el teléfono durante los aproximadamente 45 minutos que mediaron entre el primer y el último intento (por si se lo pregunta en un futuro, ahora que tiene tiempo tras acabar su periplo cubriendo vacaciones, estaba trabajando en mis temas). Indignante.

Pero claro, me falta disponibilidad, por organizarme para no estar 10-12 horas sentado ante la pantalla del ordenador, esperando a que te coloquen las maquetas en último lugar. Quien no tiene vida más allá de una redacción no puede entender que el resto queramos tener vida. Se me había olvidado.

Yo no soy un periodista de elite –entre otras cosas porque el calificativo no tiene que ponérselo uno-. Tampoco me parto la camisa y me convierto en teórico defensor de batallas perdidas para no predicar luego con el ejemplo. No va conmigo traicionar mis principios por un puñado de euros. Sin embargo, llevo a gala el haberme curtido en la calle, y no en una redacción, donde no hace frío en invierno ni calor en verano. Siempre he preferido la ingratitud con la que a veces te recompensa el gastar suelas de zapato a aferrarse a un sillón a cambio de convertirme en un correveidile.

Puedo presumir de siempre haber dejado amigos por donde pasé, algunos muy buenos. Pero se me volvió a olvidar que en esta profesión el compañerismo y el ir de frente están mal vistos. Sin duda, es mucho mejor apostar por las puñaladas. ¿Para qué decir las cosas a la cara y si puedo sacar rédito personal? Así nos ha ido, nos va y nos irá.

También tendría que está mal considerada la manipulación –utilizar un tuit sobre un asunto diferente para decir que estás rajando del trabajo y del medio en cuestión es, en mi opinión, manipulación y tergiversación-, que generalmente va ligada a la falta de clase. Y si ya está aderezada además con un ataque de la libertad de expresión, la persona que así actúa queda retratada de por vida. Al menos para mí. Y mucho más si encima se ríe en tu cara en una situación tensa, y en la que estás en inferioridad, al comentario de un tercero.

Con este escrito no pretendo nada, más allá que desahogarme. Puedes verlo como un calentón. Pero no lo es. Tampoco busca un ajuste de cuentas. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
Si algo es este texto, es la única vía que he encontrado para sacar la bala de la herida. Una vez cerrada, me quedo con mis 562,28 euros de implicación, que, por supuesto, no llegan para abonar el precio que tienen mi trabajo y mi dignidad profesional.

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