Liberación porque
durante los últimos tres meses mal contados he estado ejerciendo mi profesión,
el Periodismo, de manera indigna. Dime si no es ‘insultante’, para alguien con
31 años y diez años de experiencia, cobrar 562,28 euros al mes (900 euros
brutos, a los que hay que restar un 9% de IRPF y 256,72 euros de la cuota del
autónomo). “No está tan mal, para como están las cosas”, han llegado a decirme.
Dicen que me falta
implicación, después de dos páginas diarias durante siete días a la semana
–salvo excepción de última hora, sin previo aviso, con el consiguiente
ejercicio de tirar trabajo y tiempo a la basura-, después de intentar no vivir
de la agenda marcada, y de tener el teléfono abierto 24 horas, pese a que te
digan lo contrario.
“Llevo todo el puto día llamándote”, ha
llegado a decirme un ‘compañero’ que buscaba que le hiciera el trabajo de campo
para enriquecer una información que iba a firmar él. No preguntó ni siquiera el
motivo de que no le cogiera el teléfono durante los aproximadamente 45 minutos
que mediaron entre el primer y el último intento (por si se lo pregunta en un
futuro, ahora que tiene tiempo tras acabar su periplo cubriendo vacaciones,
estaba trabajando en mis temas). Indignante.
Pero claro, me falta
disponibilidad, por organizarme para no estar 10-12 horas sentado ante la
pantalla del ordenador, esperando a que te coloquen las maquetas en último lugar.
Quien no tiene vida más allá de una redacción no puede entender que el resto
queramos tener vida. Se me había olvidado.
Yo no soy un
periodista de elite –entre otras cosas porque el calificativo no tiene que
ponérselo uno-. Tampoco me parto la camisa y me convierto en teórico defensor
de batallas perdidas para no predicar luego con el ejemplo. No va conmigo
traicionar mis principios por un puñado de euros. Sin embargo, llevo a gala el
haberme curtido en la calle, y no en una redacción, donde no hace frío en
invierno ni calor en verano. Siempre he preferido la ingratitud con la que a
veces te recompensa el gastar suelas de zapato a aferrarse a un sillón a cambio
de convertirme en un correveidile.
Puedo presumir de
siempre haber dejado amigos por donde pasé, algunos muy buenos. Pero se me
volvió a olvidar que en esta profesión el compañerismo y el ir de frente están
mal vistos. Sin duda, es mucho mejor apostar por las puñaladas. ¿Para qué decir
las cosas a la cara y si puedo sacar rédito personal? Así nos ha ido, nos va y
nos irá.
También tendría que está
mal considerada la manipulación –utilizar un tuit sobre un asunto diferente
para decir que estás rajando del trabajo y del medio en cuestión es, en mi
opinión, manipulación y tergiversación-, que generalmente va ligada a la falta
de clase. Y si ya está aderezada además con un ataque de la libertad de
expresión, la persona que así actúa queda retratada de por vida. Al menos para
mí. Y mucho más si encima se ríe en tu cara en una situación tensa, y en la que
estás en inferioridad, al comentario de un tercero.
Con este escrito no
pretendo nada, más allá que desahogarme. Puedes verlo como un calentón. Pero no
lo es. Tampoco busca un ajuste de cuentas. A buen entendedor, pocas palabras
bastan.
Si
algo es este texto, es la única vía que he encontrado para sacar la bala de la
herida. Una vez cerrada, me quedo con mis 562,28 euros de implicación, que, por
supuesto, no llegan para abonar el precio que tienen mi trabajo y mi dignidad
profesional.
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