Uno que está tan lejos de conocer algunos de los grandes problemas de salud mental hoy en día, me parece de lo más instructivo para comprender que es un bipolar la vivencia que narra Rafael en su blogs. Os lo dejo
" Se puede convivir con el trastorno
bipolar, pero no es posible erradicar la enfermedad. Aunque se
desconocen las causas exactas, todo indica que concurren aspectos
genéticos y bioquímicos de carácter hereditario. En mi caso, los
antecedentes familiares son abrumadores. Mi madre, que roza los 88 años,
ha sufrido alteraciones emocionales durante toda su vida y,
actualmente, se halla hundida en una profunda depresión. Mi hermano Juan
Luis se suicidó a principios de los ochenta. El trastorno bipolar está
en los genes, pero no se activa sin un entorno desfavorable. Mi
biografía está repleta de experiencias dolorosas. A los catorce años, la
idea del suicidio ya se encontraba firmemente asentada en mi cabeza.
Durante la adolescencia, fui un chico depresivo, con conductas
autodestructivas. Las cosas apenas cambiaron con la madurez. En 1996,
sufrí mi primer brote de manía. Durante tres meses, hablaba sin parar,
apenas dormía, realizaba compras compulsivas, conducía de noche a
grandes velocidades por las vías de circunvalación de una ciudad a la
que nuca he amado. Madrid siempre me ha parecido un lugar inhóspito,
donde no es posible echar raíces, salvo que conviertas el desarraigo y
la dispersión en una forma de identidad personal. El caos en el que se
convirtió mi vida me obligó a visitar a un psiquiatra. Comencé a
medicarme, mejoré, dejé la medicación, sufrí una espantosa recaída, la
medicación me estabilizó de nuevo. Ahora estoy en un buen momento.
¿Significa eso que la química me ha salvado? Indudablemente, ha
contenido a mis demonios interiores, pero el trastorno bipolar continúa
planeando sobre mis días. Mi despertar casi siempre es triste y
desolador. No siento ningún apego por la cama, pero abandonarla me
resulta penoso. A veces, tengo la sensación de ser el último hombre,
contemplando un mundo que ha perdido cualquier rastro de belleza. La
literatura es el ancla que me ayuda a no extraviarme en mis fantasmas,
pero escribo lleno de pesimismo, convencido de que mis textos carecen de
mérito y valor. Soy un autor de fragmentos, que se tambalea cuando se
enfrenta a un proyecto más ambicioso. Siento que voy a la deriva,
rodeado por palabras que se alejan entre sí, transformadas en pecios de
un naufragio. Ese naufragio es mi vida.
Odio releer lo que escribo, pues siempre
me parece mediocre y previsible. Cuando finaliza la mañana, estoy
agotado, abrumado por el temor de haber caminado por el lado equivocado,
abriendo un surco que no lleva a ninguna parte. Por la tarde, leo,
paseo, escucho música. De noche, suelo ver una película de cine clásico o
un documental. Es una vida apacible. Soy feliz con mi mujer y mi
atípica familia, una manada inverosímil de perros, gatos y pájaros. No
echo de menos nada, salvo cierta autoestima que me ayudaría a contemplar
mis textos con más indulgencia. Ya no sueño con librarme de las
cuchilladas del trastorno bipolar. Están ahí y nunca desaparecerán. Son
tan inevitables como mi estatura o el color de mis ojos. A veces, la
tristeza me golpea con dureza, casi de una forma física, que me produce
angustia, aturdimiento, desorientación. No es una tristeza producida por
algo concreto. Es suficiente un cambio de luz o un leve desajuste de
mis conexiones sinápticas. Siento la tentación de arrojarme al sofá,
cerrar los ojos y fantasear con la muerte. He aprendido a distanciarme
de esos estados. No ignoro que son producto de mi enfermedad. Es algo
tan incontrolable como una crisis diabética. Sé que pasará y que debo
oponer una resistencia razonable. No se trata de responder con heroísmo,
sino de proseguir con la rutina, que en mi caso consiste en escribir
una frase tras otra, venciendo la tentación de abandonar. Los fogonazos
de manía son breves y menos hirientes, pues he aprendido a controlarlos
con menos esfuerzo. De repente, noto que no puedo parar. Si estoy
escribiendo, se produce una avalancha de ideas que luchan entre sí,
atropellándose mutuamente. Si estoy al volante, experimento la seducción
de la velocidad. Pienso en Saint-Exupéry, pilotando un P-38 sobre el
Mediterráneo, con la certeza de que no volverá a la base. Pienso en
Hemingway, fanfarrón, pendenciero, inmaduro, limpiando la escopeta de
dos cañones que utilizará para volarse la cabeza. Pienso en Montgomery
Clift, protagonizando el suicidio más largo de la historia de Hollywood.
Hace unos años, esta mitología me hacía apretar el acelerador,
superando los 200 km/h. Ahora, compruebo que el indicador no supere la
velocidad legal y me avergüenzo de mi pasado idilio con la velocidad,
potencialmente letal.
Es imposible olvidar lo que nos ha hecho
más daño. Yo no olvido los dieciocho meses que pasé en otros brazos,
atrapado por un adulterio irracional e increíblemente dañino. La
culpabilidad sigue respirando bajo la piel, con el poderoso aliento del
primer día. A veces me pregunto: ¿cuántas vidas se han destruido por la
incapacidad de identificar un brote de manía? ¿Cuántas familias se han
dispersado por culpa de una patología que provoca comportamientos
anómalos y a veces radicalmente opuestos a todo lo que has hecho hasta
entonces? Un brote de manía es un extraño que se desliza en tu interior y
usurpa tu voluntad. Las primeras veces es un déspota con un poder
ilimitado. Con el tiempo, puedes llegar a anticipar sus pasos y
espantarlo, imitando a Van Gogh en los campos de Arlés. Los pájaros
negros a veces huyen y te permiten regresar a casa, con un nuevo lienzo
bajo el brazo. En otras ocasiones, picotean tu carne y no se rinden
hasta que levantas la mano contra ti mismo, acallando para siempre tu
dolor interior. Yo sigo peleándome con esos pájaros a diario y ya no me
engaño, pensando que alguna vez se marcharán y no volverán. Mi día a día
es una travesía penosa, con momentos de calma e incluso de felicidad.
No sé cómo será el mañana, pero creo que lo peor ha quedado atrás. Las
palabras me han regalado una segunda vida y no pienso renunciar a ese
tiempo de gracia. Es cierto que me hacen sufrir, pero sin ellas tal vez
habría repetido la historia de mi hermano. No puedo añadir mucho más.
Seguiré escribiendo, a pesar de la dudas. Seguiré viviendo, a pesar de
las horas más sombrías, cuando noto que las pérdidas lamen mi carne,
como hogueras insaciables. ¿Qué es la locura? ¿Una regresión? ¿El
reencuentro con el pensamiento mágico de la niñez, que se ríe del tiempo
y del espacio? ¿Un infinito enrocado en una metáfora? ¿Un laberinto que
derrota al hilo de Ariadna? Siempre he creído que Minotauro derrotó a
Teseo, tal vez porque los monstruos vagan obscenamente por mi interior,
burlándose de una paz que nunca llegará."
No hay comentarios:
Publicar un comentario